Ante el reto alimentario que afronta la humanidad se impone considerar, con más acierto y rigor, la estrecha relación existente entre agua, agricultutra y seguridad alimentaria. Cuando el agua y la alimentación están llamadas a jugar un papel decisivo en el orden mundial, es preciso lograr una mayor integración entre política agraria y del agua, que también deben ser más realistas y eficaces.

Vivimos en un planeta que bien podría llamarse Agua en vez de Tierra. Pero siendo abundante, el agua no siempre es accesible. Las diferentes fuentes, desigualmente repartidas en el territorio, proporcionan agua en diferentes estados y condiciones que imponen obstáculos físicos para el uso. Las herramientas tecnológicas, económicas e institucionales disponibles, todavía rudimentarias, resultan ineficaces para remover muchos de los obstáculos y resolver los conflictos. Es por ello que algunos expertos señalan que, por lo general, más que problemas de escasez de agua hay problemas de mala gestión.

La lluvia anual que reciben las tierras emergidas supone un volumen de 110.000 Km3, que es una mínima fracción del agua del planeta (1.400 millones Km3). Algo menos de la mitad de la lluvia (42.000 Km3) acaba en los ríos, lagos y acuíferos (agua azul). El resto (68.000 Km3) la retiene el suelo para evaporarla directamente o a través de las plantas (agua verde). La primera, que por ser objeto de extracción centra toda la atención, es la que desde hace años se ha dado en llamar “agua azul”. La segunda, que suele excluirse de la planificación hidrológica convencional, es el “agua verde”. Ambas, la azul y la verde, son el recurso renovable sobre el que, con los instrumentos tecnológicos y económicos disponibles, inciden los usos actuales del agua

HOEKSTRA & MAKONNEN han publicado recientemente la “Huella hídrica de la humanidad”, que es la cantidad de agua utilizada para producir todos los bienes y servicios consumidos. La han cifrado en 9.087 Km3/año, que representa algo menos del 10% de la precipitación anual. Pero lo más llamativo es que valoran el consumo de agua procedente de los ríos, lagos y acuíferos (huella azul) en 1.025 Km3/año, que es la cuarta parte del agua total extraída (3.800 Km3/año) según la FAO. Esto quiere decir que el agua verdaderamente consumida (evaporada) tan sólo es una cuarta parte de la extraída (utilizada) y que las tres cuartas partes restantes son devueltas a las fuentes tras su utilización. Da la razón a quienes subrayan la diferencia entre “extracción” y “consumo” así como la importancia de los “retornos”, que es el agua devuelta, más o menos contaminada, al sistema hidrológico tras el uso. También sirve de apoyo a quienes advierten el desenfoque de la “crisis del agua”, afirmando que no es un problema de escasez sino de contaminación y falta de inversión.

La agricultura es la principal componente de la huella hídrica total. Los autores citados le atribuyen el 92 %. Mientras que en el caso de los usos industriales y domésticos toda la huella es azul, la huella verde de la agricultura es 7 veces mayor que su huella azul. En realidad, toda la huella verde corresponde a los cultivos. También es destacable el hecho de que siendo tan determinante la agricultura en la huella total, lo es menos en la llamada huella gris (53%), que es la cantidad de agua equivalente para diluir los contaminantes hasta un nivel aceptable.

Los resultados de Hoekstra & Makonnen ponen de manifiesto otro hecho crucial: el consumo de agua del regadío, que aporta el 40% de la producción, tan sólo representa el 12% del agua consumida por la agricultura mundial. Cabe concluir, por tanto, que el regadío es mucho más eficiente que el secano en el uso del agua. Los mismos autores (2011) constatan que el aumento del rendimiento por hectárea, que es lo que aporta el regadío sobre todo en las zonas áridas y semiáridas, reduce considerablemente la huella hídrica.

De todas las necesidades humanas, la más exigente en agua es la alimentación. Hacen falta unos 5 litros diarios para beber. Otros 50 litros más para la higiene personal y no más de 200 litros por persona y día para los servicios urbanos y la industria. Sin embargo, para producir la comida diaria requerida por una persona se necesitan 3.000 litros de agua. No es casual, por tanto, que la agricultura sea la principal responsable de la huella hídrica y de la extracción de agua (70%). No es un problema de derroche; es achacable a la fotosíntesis, un proceso fundamental para la vida que produce biomasa a partir de CO2, luz y mucha, mucha agua: entre 300 y 600 moléculas de H2O para obtener una sola molécula de glucosa.

La política vigente del agua persigue el ahorro y su asignación prioritaria al medio ambiente, en detrimento de la agricultura. Organizaciones como WWF vienen pidiendo desde hace años que se impidan nuevos desvíos de agua hacia la agricultura (Kioto, 2003) ó que se retire el apoyo público al regadío (Ginebra, 2006). La Comisión Europea ha atendido estas peticiones. Prueba de ello es que retiró el apoyo financiero a la creación de regadíos en los Programas de Desarrollo Rural (2007-2013) y propone condicionar el apoyo a la modernización a la reducción del agua utilizada, al menos un 25%, en la programación 2014-2020 tal y como consta en el artículo 46 del Borrador del nuevo Reglamento del FEADER presentado por la Comisión, junto con el resto de propuestas legislativas para la Reforma de la PAC, en octubre pasado ante el Parlamento Europeo.

La política del agua, así como la del regadío, incurre en un doble error. Por un lado, al no distinguir entre extracción y consumo no considera la reutilización de los retornos, que no son verdaderas pérdidas ya que se incorporan al sistema hidrológico para nuevos usos, incluido el ambiental. Consecuentemente, se infravalora la eficiencia real del agua de riego, que siempre es mayor para las cuencas que para las fincas de riego, y se  sobrevalora el potencial de ahorro atribuido a la mejora de los sistemas de riego. Por otro lado, al rechazar la creación de regadíos y obviar que el secano consume agua de forma particularmente ineficiente, renuncia a una importante vía de ahorro de agua, sobre todo cuando la intensificación productiva y el aumento de los rendimientos se hacen más necesarios que nunca.

La manera verdaderamente eficaz de ahorrar agua en la agricultura es reducir la evaporación ajena a los cultivos, que es la que no se traduce en producción de alimentos. Por ejemplo la del suelo, la que se produce en las infraestructuras abiertas de almacenamiento, transporte y distribución del agua de riego o la que generan las malas hierbas. Pero también logrando una mayor producción por gota evaporada, que se consigue elevando los rendimientos. Por ejemplo, mediante la transformación del secano en regadío y la aplicación de otras herramientas agronómicas.

 No hay que equivocarse. Ampliar el regadío, y no sólo modernizarlo, es esencial para mejorar la productividad, la economía rural y la seguridad alimentaria. Pero también lo es para lograr el uso eficiente del agua en un contexto mundial que exige duplicar la producción de alimentos. La cuestión es dónde localizar esos nuevos regadíos, un complejo problema cuya solución no sólo es cosa de eficiencia sino, sobre todo, de equidad y justicia social. Por tanto, de “Política”.