Ampliar el regadío no solo es esencial para mejorar la economía rural; también lo es para el uso eficiente del agua.
HOEKSTRA & MAKONNEN han publicado recientemente la “Huella hídrica de la humanidad”, que es la cantidad de agua utilizada para producir todos los bienes y servicios consumidos. La han cifrado en 9.087 Km3/año, que representa algo menos del 10% de la precipitación anual. Pero lo más llamativo es que valoran el consumo de agua procedente de los ríos, lagos y acuíferos (huella azul) en 1.025 Km3/año, que es la cuarta parte del agua total extraída (3.800 Km3/año) según la FAO. Esto quiere decir que el agua verdaderamente consumida (evaporada) tan sólo es una cuarta parte de la extraída (utilizada) y que las tres cuartas partes restantes son devueltas a las fuentes tras su utilización. Da la razón a quienes subrayan la diferencia entre “extracción” y “consumo” así como la importancia de los “retornos”, que es el agua devuelta, más o menos contaminada, al sistema hidrológico tras el uso. También sirve de apoyo a quienes advierten el desenfoque de la “crisis del agua”, afirmando que no es un problema de escasez sino de contaminación y falta de inversión.
Los resultados de Hoekstra & Makonnen permiten extraer otro hecho crucial: el consumo de agua del regadío, que aporta el 40% de la producción, tan sólo representa el 12% del agua consumida por la agricultura mundial. Cabe concluir, por tanto, que el regadío es mucho más eficiente que el secano en el uso del agua.
De todas las necesidades humanas, la más exigente en agua es la alimentación. Hacen falta unos 5 litros diarios para beber. Otros 50 litros más para la higiene personal y no más de 200 litros por persona y día para los servicios urbanos y la industria. Sin embargo, para producir la comida diaria requerida por una persona se necesitan 3.000 litros de agua. No es casual, por tanto, que la agricultura sea la principal responsable de la huella hídrica (92%) y de la extracción de agua (70%). No es un problema de derroche; es achacable a la fotosíntesis, un proceso fundamental para la vida que produce biomasa a partir de CO2, luz y mucha, mucha agua: entre 300 y 600 moléculas de H2O para obtener una sola molécula de glucosa.
La política vigente del agua persigue el ahorro y su asignación prioritaria al medio ambiente, en detrimento de la agricultura. Organizaciones como WWF vienen pidiendo desde hace años que se impidan nuevos desvíos de agua hacia la agricultura (Kioto, 2003) ó que se retire el apoyo público al regadío (Ginebra, 2006). La Comisión Europea ha atendido estas peticiones. Prueba de ello es que retiró el apoyo financiero a la creación de regadíos en los Programas de Desarrollo Rural (2007-2013) y propone condicionar el apoyo a la modernización a la reducción del agua utilizada, al menos un 25%, en la programación 2014-2020.
La política del agua, así como la del regadío, incurre en un doble el error. Por un lado, al no distinguir entre extracción y consumo no considera la reutilización de los retornos, que no son verdaderas pérdidas ya que se incorporan al sistema hidrológico para nuevos usos, incluido el ambiental. Consecuentemente, se infravalora la eficiencia real del agua de riego, que siempre es mayor para las cuencas que para las fincas de riego, y se sobrevalora el potencial de ahorro atribuido a la mejora de los sistemas de riego. Por otro lado, al rechazar la creación de regadíos y obviar que el secano consume agua de forma particularmente ineficiente, renuncia a una importante vía de ahorro de agua.
No hay que equivocarse. Ampliar el regadío no sólo es esencial para mejorar la productividad, la economía rural y la seguridad alimentaria, también lo es para el uso eficiente del agua en un contexto mundial que exige duplicar la producción de alimentos. La cuestión es dónde localizar los nuevos regadíos, un complejo problema cuya solución no sólo es cuestión de eficiencia sino, sobre todo, de equidad y justicia social, y por tanto, de “Política”.
HOEKSTRA & MAKONNEN han publicado recientemente la “Huella hídrica de la humanidad”, que es la cantidad de agua utilizada para producir todos los bienes y servicios consumidos. La han cifrado en 9.087 Km3/año, que representa algo menos del 10% de la precipitación anual. Pero lo más llamativo es que valoran el consumo de agua procedente de los ríos, lagos y acuíferos (huella azul) en 1.025 Km3/año, que es la cuarta parte del agua total extraída (3.800 Km3/año) según la FAO. Esto quiere decir que el agua verdaderamente consumida (evaporada) tan sólo es una cuarta parte de la extraída (utilizada) y que las tres cuartas partes restantes son devueltas a las fuentes tras su utilización. Da la razón a quienes subrayan la diferencia entre “extracción” y “consumo” así como la importancia de los “retornos”, que es el agua devuelta, más o menos contaminada, al sistema hidrológico tras el uso. También sirve de apoyo a quienes advierten el desenfoque de la “crisis del agua”, afirmando que no es un problema de escasez sino de contaminación y falta de inversión.
Los resultados de Hoekstra & Makonnen permiten extraer otro hecho crucial: el consumo de agua del regadío, que aporta el 40% de la producción, tan sólo representa el 12% del agua consumida por la agricultura mundial. Cabe concluir, por tanto, que el regadío es mucho más eficiente que el secano en el uso del agua.
De todas las necesidades humanas, la más exigente en agua es la alimentación. Hacen falta unos 5 litros diarios para beber. Otros 50 litros más para la higiene personal y no más de 200 litros por persona y día para los servicios urbanos y la industria. Sin embargo, para producir la comida diaria requerida por una persona se necesitan 3.000 litros de agua. No es casual, por tanto, que la agricultura sea la principal responsable de la huella hídrica (92%) y de la extracción de agua (70%). No es un problema de derroche; es achacable a la fotosíntesis, un proceso fundamental para la vida que produce biomasa a partir de CO2, luz y mucha, mucha agua: entre 300 y 600 moléculas de H2O para obtener una sola molécula de glucosa.
La política vigente del agua persigue el ahorro y su asignación prioritaria al medio ambiente, en detrimento de la agricultura. Organizaciones como WWF vienen pidiendo desde hace años que se impidan nuevos desvíos de agua hacia la agricultura (Kioto, 2003) ó que se retire el apoyo público al regadío (Ginebra, 2006). La Comisión Europea ha atendido estas peticiones. Prueba de ello es que retiró el apoyo financiero a la creación de regadíos en los Programas de Desarrollo Rural (2007-2013) y propone condicionar el apoyo a la modernización a la reducción del agua utilizada, al menos un 25%, en la programación 2014-2020.
La política del agua, así como la del regadío, incurre en un doble el error. Por un lado, al no distinguir entre extracción y consumo no considera la reutilización de los retornos, que no son verdaderas pérdidas ya que se incorporan al sistema hidrológico para nuevos usos, incluido el ambiental. Consecuentemente, se infravalora la eficiencia real del agua de riego, que siempre es mayor para las cuencas que para las fincas de riego, y se sobrevalora el potencial de ahorro atribuido a la mejora de los sistemas de riego. Por otro lado, al rechazar la creación de regadíos y obviar que el secano consume agua de forma particularmente ineficiente, renuncia a una importante vía de ahorro de agua.
No hay que equivocarse. Ampliar el regadío no sólo es esencial para mejorar la productividad, la economía rural y la seguridad alimentaria, también lo es para el uso eficiente del agua en un contexto mundial que exige duplicar la producción de alimentos. La cuestión es dónde localizar los nuevos regadíos, un complejo problema cuya solución no sólo es cuestión de eficiencia sino, sobre todo, de equidad y justicia social, y por tanto, de “Política”.